Hay que demostrar abiertamente oposición a los negacionistas del coronavirus que dicen ser víctimas de supuestos métodos nazis. Lo que quieren es la soberanía interpretativa en la sociedad.
La semana pasada, varios políticos del partido alemán de ultraderecha Alternativa para Alemania (AfD), compararon la nueva Ley de Protección Contra Infecciones del gobierno alemán con la Ley Habilitante del régimen nazi. Recordemos que con esa ley el gobierno Adolf Hitler obtuvo en marzo de 1933 el derecho de promulgar leyes sin que estas tuvieran que ser aprobadas por el Reichstag (Parlamento). Es decir que la AfD comparó, seriamente, las medidas que limitan los contactos para proteger a la población en una pandemia con una ley que marcó el fin de la democracia parlamentaria y el comienzo de la cruenta tiranía nazi.
Lo que fuera juzgado al unísono por politólogos e historiadores como un sinsentido histórico, parece haber tenido un efecto motivador entre los negacionistas del coronavirus. El fin de semana pasado (22 y 23 de noviembre), salieron a la calle en varias ciudades de Alemania para protestar contra una supuesta “dictadura”.
Algunos de los oradores se compararon con Anna Frank (una niña de 11 años que pasó cuatro años escondida en un altillo de los soldados nazis, en Holanda), y Sophie Scholl (una joven activista del movimiento de Rosa Blanca, de resistencia al nazismo). Sus extrañas declaraciones atrajeron la atención de los medios del mundo.
En realidad, debería existir un consenso general sobre la diferencia que hay entre ser multado por transgresiones contra las medidas de protección para frenar el coronavirus, pena contra la cual se puede apelar, y ser asesinado a causa de ser judío o de luchar por la libertad y la justicia. Pero es evidente que a los populistas de derecha y a los radicales de extrema derecha que se mezclan con el entorno de los negacionistas del coronavirus eso les da igual. Para ellos, lo importante es adueñarse de la soberanía interpretativa de la realidad y de la hegemonía cultural.
El rol de víctima ha sido utilizado repetidas veces en el transcurso de la historia tanto por gobernantes dictatoriales electos como por opositores para legitimar su accionar. La política de exterminio de los nazis se basó en una teoría sobre la conspiración judía que, naturalmente, nunca existió.
La cúpula socialistas de la ex República Democrática Alemana (RDA) describía la frontera sellada con un muro y con alambre de púas, que mantenía a los ciudadanos prisioneros en su propio país, como “muro de protección antifascista”, es decir: los otros son los que nos están amenazando, y nosotros solo intentamos defendernos.
Esa presunta impotencia es usada para ejercer el poder. Patrones de argumentación similares son utilizados también por el presidente bielorruso, Alexander Lukashenko.
Pero el actual campeón en hacer el papel de víctima está en la Casa Blanca: Donald Trump, como presidente de Estados Unidos, una de las personas más poderosas de este planeta, grita todos los días al mundo a través de Twitter, cuán injustamente se lo trata. Ya se trate de investigaciones sobre su falta de pago de impuestos, o de posibles acuerdos ilegales con gobiernos extranjeros, en todo sospecha Trump ve una “caza de brujas”. Y también se siente engañado debido a su “abrumadora victoria” electoral.
Aun cuando los esfuerzos de Trump por revertir los resultados electorales en Estados Unidos por la vía legal fracasen una y otra vez, el número de los seguidores de Trump que creen que las elecciones en su país fueron manipuladas sigue aumentando. De ese modo, Trump está cercenando uno de los principios fundamentales de la democracia.
En Alemania podemos alegrarnos de que la resonancia de los populistas sea mucho menos potente. El motivo es que en la sociedad alemana existe un consenso mucho mayor sobre lo que es verdad y lo que es mentira. Pero que la ingenuidad es mucha, y que eso seguirá siendo así en el futuro, lo demuestran los sucesos en Estados Unidos y los libros de historia.